Texto de Lawrence Maxwell:
 
 Hace poco menos de un año 
yo estaba viviendo en México, terminando un doctorado en literatura. 
Tenía casa, gato, una banda de música y un grupo importante de amigos. 
Por esos y otros motivos había decidido (así como uno decide con qué 
persona le gustaría compartir su vida) que ese país era mi país, que era
 el lugar donde quería vivir, donde quería desarrollar proyectos y 
aportar en la medida de mis posibilidades. Las raíces que había echado 
eran profundas, o al menos lo suficientemente profundas como para que me
 doliera y me preocupara lo que estaba pasando: en un ataque 
inexplicable e inexplicado hasta ahora (en que estaba implicada la 
policía municipal, la federal y el ejército), seis estudiantes de la 
escuela normal de Ayotzinapa resultaron muertos, al tiempo que otros 
cuarenta y tres eran desaparecidos. Me dolió y me preocupó tanto que 
asistí a varias marchas, concentraciones y manifestaciones en las que el
 pueblo mexicano clamaba por justicia y por saber la verdad de lo que 
había acontecido. En una de esas manifestaciones, el 20 de noviembre, 
fui detenido. Andaba solo en mi bicicleta y me uní al numeroso 
contingente que encontré en el camino; los policías que me detuvieron me
 golpearon duramente, me arrastraron por el Zócalo capitalino y luego me
 acusaron, junto a diez personas más, de intento de homicidio a un 
agente de la Policía Federal. A los demás detenidos, que también fueron 
rudamente golpeados, nunca antes los había visto, sin embargo, la 
Procuraduría General de la República aseguró que constituíamos un grupo 
de asociación ilícita que actuaba coordinadamente con fines terroristas.
 La acusación era tan delirante que no se sostenía por si misma, la 
“inteligencia” de Peña Nieto inventó que pertenecíamos a una célula 
anarquista vinculada a Ted Kaczynski que odiaba la nanotecnología. Por 
la gravedad de los cargos con que fui imputado terminé en una cárcel 
federal de alta seguridad en el estado de Veracruz (a 400 kilómetros de 
mi casa). Sin embargo, y gracias a la inmediata movilización social, a 
la presión política y diplomática, junto al clamor de múltiples voces 
que se levantaron en nuestro apoyo, a la campaña mediática y la 
indignación expresada en las redes sociales, salimos en libertad después
 de diez días infernales. Evidentemente no fue una grata experiencia, 
pero aprendí algunas cosas de todo lo sucedido, y también se abrieron 
algunas interrogantes.
 Mientras estuve detenido en la 
Subprocuraduría Especializada en Investigación de la Delincuencia 
Organizada (lugar donde habitualmente van a parar sicarios, 
narcotraficantes y secuestradores), me interrogaron dos veces altos 
funcionarios de seguridad (entre ellos Tomás Zerón, director de la 
Agencia de Investigación Criminal de la Procuraduría General de la 
República, el que, no me cabe duda, estuvo detrás de la decisión de 
nuestro encarcelamiento) y las dos veces, gritándome en la cara con un 
odio que sólo recuerdo haber visto en el período de nuestra dictadura, 
me preguntaban: “¿Qué chingaos andabas haciendo en esa marcha siendo 
extranjero?”; “¿por qué te andas metiendo en asuntos que no te importan y
 que son sólo de los mexicanos?” Mi respuesta fue espontánea y sincera, 
inmediatamente les dije lo que pensaba: que lo acontecido con los 
estudiantes de Ayotzinapa era tan grave que ya trascendía los límites de
 una problemática meramente local o nacional, que esos hechos 
constituían un crimen contra la humanidad y que cualquier persona con un
 mínimo de sensibilidad, haya nacido donde haya nacido, debería haber 
estado en esa marcha. El interrogatorio no fue amable y terminó con uno 
de los funcionarios gritándome que me iba a pudrir en la cárcel.
 La 
pregunta quedó pendiente esa noche, pues no obtuve más respuesta que el 
ejercicio de la fuerza: ¿Cuándo un caso de esta naturaleza deja de ser 
un problema nacional y pasa a convertirse en algo que debería atraer la 
atención de la humanidad toda, de organismos o tribunales 
internacionales? Si la respuesta es “que no basta con un caso puntual o 
aislado para que eso ocurra, que sólo cuando estas prácticas se 
convierten en la norma del accionar de un estado, entonces la comunidad 
internacional debería reaccionar”, habría que decir que, 
lamentablemente, lo de Ayotzinapa no es un caso aislado en la realidad 
mexicana, no es un error, no es una casualidad o un accidente. Hace un 
mes y medio atrás, cinco personas fueron asesinadas con un tiro en la 
cabeza, después de ser torturadas, en un departamento de la Colonia 
Narvarte, en plena Ciudad de México, entre ellos se encontraba el 
periodista amenazado de muerte Rubén Espinoza y la activista por los 
derechos humanos Nadia Vera. Así como ese caso, que sigue impune, 
podríamos hacer una larga lista de crímenes de Estado, y de otros en que
 han estado involucrados aparatos del Estado, como la matanza de 
Tlatlaya, en que participó el ejercito mexicano; en Apatzingán, en enero
 de este año, hubo dos masacres perpetradas por Policías Federales; en 
Villa Purificación, Jalisco, en mayo, hubo 43 muertos civiles; y así, 
suma y sigue…
 Es terrible hacer el recuento estadístico de los 
muertos, como si fuesen simples números, pero es la única forma de dar 
cuenta de la magnitud de este horror: en los 34 meses que lleva Peña 
Nieto en el gobierno ya han habido 57 mil 410 asesinatos. Los 
periodistas muertos suman 107 desde 2000 (sólo 10 de esos casos han sido
 sentenciados). Entre enero de 2007 y octubre de 2014 se han registrado 
23 mil 272 casos de desapariciones forzadas, de las que 9 mil 384 
corresponden a los veintidós primeros meses del gobierno de Peña Nieto, 
es decir, 13 personas desaparecidas al día. Entre los desaparecidos y 
asesinados se incluyen activistas sociales, migrantes indocumentados, 
campesinos despojados, periodistas, estudiantes, y personas que por uno u
 otro motivo se vuelven incómodos para el gobierno o un obstáculo para 
los carteles del narcotráfico. México es el segundo país en el mundo con
 las tasas más altas de impunidad.
 Hasta hoy no se sabe con certeza 
que pasó la noche del 26 de septiembre en la carretera entre Iguala y 
Ayotzinapa. Lo cierto es que la llamada “verdad histórica”, que el 
Procurador Jesús Murillo Karam presentó descaradamente al mundo, quedó 
al descubierto como evidentemente falsa a partir del informe sobre 
Ayotzinapa que presentó hace dos semanas el Grupo Interdisciplinario de 
Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos 
Humanos: los estudiantes no fueron quemados en el basurero de Cocula, es
 decir, siguen desaparecidos.
 Cuando Chile estuvo bajo el régimen 
dictatorial de Pinochet fueron muchos los países que alzaron la voz en 
defensa de nuestro pueblo, hubo condenas internacionales, hubo redes de 
apoyo y de solidaridad; de hecho, el gobierno mexicano jugó un papel 
importante refugiando perseguidos políticos y amparando compatriotas que
 tuvieron que salir al exilio. Entonces, volviendo a la pregunta de 
aquella noche, ¿lo que está pasando en México no es un problema similar,
 lo suficientemente grave como para que haya una condena internacional?,
 ¿no deberíamos hacer algo?, ¿no deberíamos pronunciarnos?, 
¿solidarizar?, ¿no es también nuestro problema? Yo insisto en mi 
respuesta, era importante estar en esa marcha, no era un delito, sin 
embargo, con nuestro encarcelamiento quisieron mandar un mensaje a la 
sociedad mexicana y a los extranjeros que estaban saliendo a la calle: 
“Nosotros tenemos el poder y hacemos lo que se nos da la gana”, y quiero
 compartir con ustedes la sensación de absoluta vulnerabilidad que 
experimenté durante esos días en que estuve detenido, sometido a un 
poder caprichoso, irresponsable, ávido de lucro a cualquier costo. El 
estado mexicano y su actual gobierno han sido infiltrados por el 
narcotráfico, por la delincuencia organizada y por sectores que quieren 
imponer un modelo neoliberal al estilo chileno, en que lo único que 
importa es el enriquecimiento rápido a partir del despojo y la 
enajenación de las riquezas, pasando por encima de comunidades y 
personas. No ha habido exactamente un golpe militar, no es así como se 
explica lo que ahí está pasando, pues las instituciones en apariencia 
siguen funcionando, pero los resultados son más o menos los mismos (o 
peores). Un funcionario que nos golpeo hasta el cansancio en el traslado
 de Ciudad de México a Veracruz nos dijo con plena conciencia de lo que 
eso significaba: “Con nosotros se acabaron sus derechos humanos”. Esa es
 la esencia del estado de excepción. El país entero está secuestrado por
 una amalgama de mafiosos de corbata y mafiosos sin corbata, con muchas 
armas y mucha influencia política.
 La presidenta Bachelet ha estado 
ya dos veces en México durante el gobierno de Peña Nieto y no dijo nada 
acerca de los oscuros y sanguinarios hechos que aquejan a ese país; la 
senadora Isabel Allende hace pocos meses apareció en un reportaje de 
televisión en que agradecía la hospitalidad de la que ella y su familia 
habían gozado durante el período de su exilio en México, pero no fue 
capaz de decir algo acerca de las constantes violaciones a los derechos 
humanos que en esas tierras vienen ocurriendo desde hace ya varios años,
 y que se han incrementado exponencialmente en el último sexenio.
 
¿Qué hacer? Por lo pronto informarse, ayudar a difundir la información, 
cuestionar la legitimidad de ese gobierno asesino, exigir justicia, 
apoyar a los padres y familiares de las víctimas, exigir a los 
organismos internacionales que se pronuncien, a nuestros gobiernos que 
se pronuncien; es decir, no es poco lo que se puede hacer, aun no 
estando allá, aun no siendo mexicanos, o siéndolo sin serlo. Y repetir 
lo que los padres de esas familias a las que les arrebataron un hijo 
siguen diciendo:
 ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
 El sábado 26 afuera de la embajada de México a las 18:00 nos reuniremos a insistir en esta consigna.
 Laurence Maxwell (Moro), desde el insilio en Chile.